Tres horas y cincuenta minutos. Me gustaría saber cuánto tiempo ha pasado, el reloj que me regaló Juan lo olvidé en la cómoda de mi recámara. ¡Bonito día para olvidar algo! Entonces llevo cincuenta auxilios, trescientos qué voy a hacer, una garganta desgastada y una vida sin ilusiones.
Las pestañas se me queman y aborrezco lo verde del moho que
estorba mi nariz. Preferiría no verlo, pero es inevitable alejar la realidad
con esa incandescente luz del firmamento.
Siete horas y treinta y ocho minutos, o quizá diez. Las
parvadas anuncian su llegada, y las paredes se vuelven más frías. Dejo de ver y
empiezo a sentir cómo el aire fresco llena mis pulmones.
Son las nueve, u once, ¡qué más da! Millones de luciérnagas
estáticas aparecen ante mí. Unas más grandes que otras pero todas hermosas. Es
un regalo dirigir la mirada hacia arriba. Podría quedarme una eternidad, ahora
admirando su sonrisa y sentir cómo ilumina mi cara; algo que jamás percibí.
Cierro los ojos y empiezo a sentir cada una de las chispas en
las mejillas, y poco a poco empiezan a empapar todo mi ser. Su luz inunda mi
fondo y lo desvanece levándolo a la superficie.
Olvido respirar y me dejo llevar acercándome a ella entre
burbujas revoloteando a mi alrededor.
Doce, catorce horas, ya no lo sé. Sólo quiero sentir su
salvación que me ha llevado al exterior.
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