Leer a Kerner hizo que recordara a mi abuelo cuando vio la película de
Star Wars: "¡Es una jalada!" fueron sus palabras. Mi abuelo era una persona que vivía rodeada de fierro, instrumentos pesados, grasa y aceite, su realidad, por lo tanto todas esas naves espaciales y espadas
laser eran una reverenda "mafufada" en sus tiempos.
Al igual que mi abuelo,Olaff vivía una realidad de puerto: barcos, olor a pescado, mareas, tempestades y marineros, por esa razón al presenciar un concierto de piano su oído hace corto circuito al no tener cercanía con el arte, así como mi abuelo no estaba acostumbrado a la ciencia ficción. Es curioso cómo Olaff describe cada movimiento y cambio de ritmo en el piano, basado es sus experiencias marítimas como una forma de entender lo que está experimentando en ese momento.
El texto te transporta al concierto, y a pesar de escuchar a Rachmaninof a través de los oídos de Olaff, sí se alcanza a disfrutar y sentir la música. Sinceramente no me considero una experta en el tema, pero he tenido la oportunidad de presenciar conciertos de piano, lo cual me ayudó a imaginar las diferentes piezas dentro de la historia. Además, platicar con un violista de la OSJEV, me abrió el panorama que tenía del texto para darle una interpretación diferente a ciertas frases del cuento.
He aquí la magna experiencia de Olaff con Rachnaninoff. ¿Tus oídos son como los de Olaff o de Juanita?
OLAFF OYE TOCAR A RACHMANINOFF
Es curioso eso de cómo tantas cosas
suceden todo el tiempo sin que uno sedé cuenta de nada hasta que se tropieza
con ellas. Como eso de1os que tocan el piano y andan por todos lados cobrando
tres coronas por cada gente que los quiere oír. Yo nunca hubiera sabido que
había esa clase de tipos si no hubiera sido por mi sobrina Juanita.
Yo he
cuidado a Juanita desde que era un monigote chiquito. Como Felipa, mi mujer,
pronto no la quiso tener cerca porque le daba mucha lata, la mandé de interna a
un colegio y dejé que le dieran clases de música, y como para eso hicieron no
sé que arreglo en las vacaciones, la dejé de ver por muchos años. Felipa
siempre anda recriminándome por aquello de los gastos; pero yo quiero que
Juanita llegue al puerto.
Bueno, pues hace como dos años que Juanita me
escribió preguntándome que si podía cambiar de maestro de piano y tomar clases
de uno que era muy bueno de verdad, uno muy caro que creo se llama Lorry o algo
así. Y la señora que dirige el internado también me escribió y me dijo que yo
debería dejar que Juanita tomara clases de ese señor, porque ella iba a ser
algún día una famosa pianista. A mí me pareció que todo era pura tontería,
porque yo nunca he visto que los parientes de Juanita, por los dos lados, hayan
sido nunca otra cosa que marineros trabajadores y humildes. Pero como yo no soy
de esos que a la fuerza quieren que todos piensen igual que ellos, pues me
decidí a mandar más dinero después de haberlo pensado un poco, y me callé la
boca sin decirle nada a Felipa.
Al fin y al cabo que Felipa no sabe cómo andan
mis negocios, porque a veces, cuando estoy muy cansado, me voy a la casa, pero
otras veces me quedo en la casa del capitán Spraghe, sobre todo según me haya
ido con Felipa la última vez que la he visto. Yo siempre he pensado que hay
tempestades que se pueden capotear, pero a otras hay que huirles, y yo no soy
de los que andan buscando dificultades.
Pues nada, que cuando las cosas se
pusieron difíciles con eso del comercio, y muchos barcos tuvieron que suspender
sus viajes porque no había carga, pensé que al fin y al cabo podría darle a
Felipa lo que me andaba pidiendo desde hacía mucho, como era su derecho, si
sólo yo le cortara un poco los gastos que estaba haciendo con Juanita en la
escuela. Y le escribí diciéndole cómo andaban las cosas, a ver si podía darse
maña para aprender lo mismo con un profesor más barato.
Inmediatamente recibí la carta más
linda que pudiera esperar. Me dijo que sentía mucho no haberse dado cuenta que
situación era mala, y que al fin y al cabo ya había estado pensando dejar de
tomar clases y ponerse a enseñar el piano a niños y gente que todavía no sabían
tanto como ella.
Fue una carta muy animadora, hasta con dos o tres chistes como
los que siempre acomoda en sus cartas, las que acostumbraba yo enseñarle a
Felipa, pero que ahora ya no le enseño. Pero me sentía muy raro mientras la
estaba leyendo: algo así como cuando yo era chamaco y mi madre me regañaba
porque le gustaba andar por el muelle oliendo a pescado y hablando e barcos. Al
leer la carta oía todo el tiempo algo como un ruido de alguien que llora, como
gaviotas en una noche de borrasca.
Y de repente me entraron ganas de ir a ver a
Juanita, ya que no lo había hecho nunca; le escribí, y fui. Ella fue a la
estación a encontrarme, y fue bueno que ella me reconociera, porque yo nunca me
hubiera imaginado que ella era mi pequeña Juanita. De la nena graciosa, gordita
y de ojos grandes que era antes, se había transformado en la muchacha más
hermosa que uno se pudiera imaginar. Delgada y fina como un yate, con ojos
azules como el mar, cara llena de hoyuelos cuando sonreía, y su cabello como
una aureola dorada sobre sus hombros. Sus manos eran casi tan fuertes como las
de un hombre, pero blancas y largas.
Buscamos un lugar para comer y platicar, y
lo primero que ocurrió fue que le brillaron los ojos y sacó unos papeles de su
bolsa:
- Mira, tío Olaff, ¡dos boletos para Rachmaninoff!
Me di cuenta de que lo
que yo debí haber hecho era patear y gritar degusto, pero no tuve más remedio
que decirle que yo no sabía quién era ese Rachmaninoff.
-¡Pero si es el
príncipe de todos ellos! ¡El gran pianista ruso!
Con lo que me dejó igual que
antes. Pero ella dijo que era como un dios o algo así, y la dejé que se
volviera loca de entusiasmo. Pero yo ya sé por experiencia que hay que tener
miedo de ir a donde una mujer quiere llevarlo a uno, y le dije que no tenía
mucho tiempo para quedarme, y que mejor ella me tocara algo si había un piano a
la mano.
Ella se volvió toda hoyuelos y me dijo:
-¡Pero si he pagado seis
coronas de las que has ganado con tanto trabajo, tío, para agasajarte a lo
grande!
-¡Seis coronas! - temo mucho que
grité muy fuerte -. ¿Quieres decir que...?
-¡Ah, pero fue por dos boletos! - me
respondió inmediatamente, como si tres coronas por cada boleto no fueran nada.
Iba yo a decir algo acerca de la mala situación, pero no quise sentirme
responsable por quitarle esa mirada de felicidad de la cara, y me callé.
Además, de todos modos, cada vez que me siento con ánimo de ser tacaño, me
acuerdo delo tacaña que es Felipa, y mejor me callo.
No pasó mucho tiempo sin
que fuéramos a la casa de la ópera, donde ese tipo cobraba tres coronas por
asiento. Había un montón de mujeres pavoneándose enfrente, hablando tonterías y
haciéndose las interesantes y mirándose en espejitos y oliendo hacia el cielo
con perfumes raros.
-¡Te va a encantar, tío! - me decía Juanita cada vez que yo
trataba de disuadirla de meternos entre tanta gente.- Sí, yo creo que me va a
encantar... tanto como si me mandaras a capotear un temporal noreste- dije yo,
y ella nada mas sonreía.
Adentro, cuando al fin entramos, había más asientos de
los que yo nunca había visto en mi vida, y muy pronto todos estuvieron llenos.
Y había muchos hombres también, lo que muestra que también hay muchas mujeres
tercas y alborotadoras en el mundo, y yo me quedé pensando si ellos se sentían
tan a disgusto como yo ahí sentados esperando que viniera otro a tocarles en el
piano. Ya me imaginaba cómo ese Rachmaninoff estaba por ahí viéndonos y
riéndose de habernos hecho gastar tres coronas por oírlo. Eso me hizo que me
enojara un poco, pero fin y al cabo, pensé, cada quien se gana la vida como
puede, y quizás el pobre no sabía hacer otra cosa.
No había nada de decorado en
el escenario, nada más un piano con la tapa abierta, y se veía muy feo.
De
repente todos se quedaron quietos, y alguien dijo quedito:
-¡Ya viene! - como
si fuera un circo o algo.
Y luego todos comenzaron a aplaudir, y él entró
caminando al foro. De veras que me sorprendí al verlo. Me pareció que un hombre
tan fuerte podía hacer lo menos una docena de más útiles que tocar el piano. Él
se inclinó muy serio, fue sentarse delante del piano y esperó a que todos se
quedaran callados a su gusto. No pude menos que sentir lástima por él, ahí
sentado sólito y todo el mundo viéndolo. Supongo que fue lo nervioso que se
puso desde el principio lo que lo hizo equivocarse tantas veces en casi todas
las piezas que tocó.
Tan pronto como dejaron de
aplaudir, comenzó a templar el piano. Al principio sus dedos estaban algo duros
y tiesos, y nada más picaba aquí y allá, pero muy pronto se calentó de una
manera sorprendente, y antes de que me diera cuenta ya estaba yo sentado en la
orilla del asiento tratando de comprender cómo podía hacer para que no se le
enredaran los dedos, de tan aprisa que los movía. Iba para arriba y para abajo,
cada vez más aprisa, tratando de mostrarle al público qué tan rápido podía
mover las manos. Pero al rato, como que ya no pudo más, y lo dejó. Luego comenzó
a intentar una que otra tonada, pero sin terminar ninguna, y las dejaba de
tocar precisamente cuando uno ya le comenzaba a tomar gusto. Y luego se puso a
ver qué tan fuerte tocaba el piano, y luego que vio lo que podía aguantar,
suspendió todo.
¡Y vaya! ¡Si vieran cómo aplaudió esa gente. Todos estaban
contentos de que ya estuviera listo para comenzar a tocar.
Inmediatamente
comenzó, pero por cierto que no sonó muy bien. La verdad es que me gustó más
cuando estaba templando el piano. Parecía dudar de por fin qué pieza tocar, y
esto le perjudicaba mucho. Había un montón de sonidos agradables y de repente
brincaba a otra cosa.
Por fin se puso a tocar algo que ya iba para largo y que
a mí me estaba gustando, por cierto que hasta me senté bien para oírlo, cuando
se tropezó con un montón de notas. Luego comenzó de nuevo, pero siempre se
equivocó en el mismo lugar. Sin embargo, persistía en su intento, fuerte y más
fuerte, como si estuviera decidido a lograrlo así se tuviera que quedar toda la
noche. Pero no mejoró nada hasta que renunció y se dejó de esa pieza, pero no
le valió, porque siguió lo mismo. Uno podía notar que estaba medio acalorado, y
no lo culpo, ¡la vergüenza de fallar delante de tanta gente!
Seguía enojándose
más y más hasta que perdió por completo su control, y la forma en que golpeaba
las teclas era algo horrible. Suerte que la tapa del piano estaba alzada, que
si no, explota. Y de repente se dejó caer con las dos manos, tan fuerte como
pudo, haciendo el ruido más horroroso que yo haya oído nunca. Y ahí mismo
abandonó todo y se paró, inclinándose como pidiendo excusas por haberlo
siquiera intentado. Por lo menos eso pensé, aunque Juanita me dijo que era una
pieza maravillosa. ¡Y la gente aplaudiendo! Me molestaba pensar en que la gente
debiera darse cuenta de que comprendía que el aplauso era sólo cortesía.
Iba a
decirle yo algo más a Juanita, pero tengo mis razones para saber que no
conviene ser sincero con las mujeres. Pero Juanita no es tan tonta, y me dijo:
- Quizás no te hayan gustado tanto
estos números, tío Olaff, pero hay unos en el programa, ¡qué los vas a adorar!
- ¡Ojalá! - exclamé mientras
pensaba en las seis coronas. Y luego ella se encogió toda en su asiento, como
llena de gusto:
- Vas a estar contento de haber
venido, ¡ya verás!
Pero las dos siguientes piezas no
fueron gran cosa, Y sin embargo, la gente aplaudió cada vez. Yo luego comprendí
que todos sabían que tenía una cosa muy buena de reserva, y nada más lo estaban
alentando hasta que llegara su turno de tocarla. Juanita decía que no se estaba
equivocando, pero yo sé que mis orejas son lo bastante buenas para saber si un
son está entonado o no. Lo único que tengo que decir en su favor, es que no se
equivoca por equivocarse, lo que casi lo compone todo, como quien dice. Es como
Felipa. Ella se obstina tanto en sus errores, que no tiene uno más remedio que
admirarla.
Bueno, pues antes de que comenzara una de esas piezas, se sintió que
lo que iba a seguir era cosa buena. Todos como que aguantaban el respiro, y la gente
delante de nosotros se hizo para atrás en sus asientos, como si se acomodaran
para el resto de sus vidas.
Entró muy decidido, de repente, tratando de tantear
a la gente sobre dónde se movían sus manos. Las tenía en los extremos del
piano, y de repente ya estaban en la mitad, saltando para adelante y para
atrás, agarrando un punto denotas en un lado y azotándolas en otro, como si
tratara de arrancarles la cáscara a las teclas. Una mano andaba persiguiendo a
la otra por todo el piano, repicando como granizo en la cubierta, en golpes
rápidos y secos, y más y más aprisa, hasta que se le descontrolaron los dedos
en tal forma, que sólo se deslizaban sin parar, haciéndome recordar al viejo
capitán Spraghe, que cuando andaba borracho, nada más iba balanceándose sobre
el puente, tratando de aparentar que no tenía que pescarse del barandal.
De
repente se enredó y se vio en un apuro difícil, pero en un arranque se zafó de
la dificultad, volviendo al carril salvajemente Era como el viento aullando y
rasgando entre el velamen, con las lonas azoradas unas contra otras. Martilleaba
con una mano sobre la otra hasta que la arrinconaba, y tenía que saltar por
encima para escapar, como rana, para que la otra la persiguiera de nuevo por el
teclado. Y de arriba a abajo, tan aprisa, que casi me mareaba tratando de tener
mis ojos y mis orejas abiertas. Esas manos brincaban tanto y se perseguían,
arrebatándose el lugar, tan aprisa como nadie vio nunca cosa igual.
Y todo el
tiempo uno podía oír dos tonadas, ¡tan claro!, como el agudo graznido de una
gaviota contra el mar encrespado.
Y de repente alzó las manos y las detuvo en
el aire. ¡Por Dios que uno podía oír la melodía escurriendo de sus dedos en
alto! y cuando volvió a bajar las manos se hundió de lleno en un navegar ligero
y poderoso, alisando la melodía como olas grandes y hermosas rodando sobre la
playa, y se podía sentir como que lo subían a uno y lo bajaban en el vaivén del
mar. Y de cuando en cuando metía un chorro de sonidos brillantes, luminosos,
como espuma sobre la cresta de una ola entre las rocas. Y había unos sonidos
repetiditos que hacía temblando, los dedos en un mismo lugar, vuelta y vuelta,
hasta que uno creía se iba a dar un tropezón. Y luego los hacía un poquito más
arriba, y luego más abajo, y luego como que los corría juntos por el teclado,
hasta que de verdad no me imaginaba cómo demonios se daba cuenta de lo que
estaba haciendo.
De vez en cuando como que terminaba la pieza, pero él la
recogía de nuevo y no le gustaba tener que dejarla, y cuando al acabó, fue el
lugar preciso en que debía acabarla.
Podría yo haber cacheteado a esa gente por
aplaudirle luego que terminó. Después de que había tocado tan bien, lo debían
haber dejado solo un rato a que se calmara un poco de emoción.
Le pregunté a
Juanita qué pieza era ésa. Ella me dijo. Pero no le oí bien, y no le quise
preguntar de nuevo porque era de "apasionada" y ¡ella es tan joven
todavía! Debieran tener cuidado de qué nombres les ponen a las piezas. Le
pregunte si podía tocar ella eso, porque me gustaría oírlo de nuevo. Se
pusieron muy tristes sus ojos, y me dijo:
-¡Pero no como él, tío Olaff!
Y lo
curioso es que en ese momento vi muy claro el primer barco en que navegué. Y me
puse a pensar lo que hubiera sentido si en aquel momento me hubieran devuelto a
tierra y eso me puso triste por algunos minutos.
Rachmaninoff estaba ya cansado
para esto, y creo que si las demás piezas no hubieran estado en el programa, ya
ni las hubiera tocado, y por mí mejor que así hubiera sido. No sé qué tienen
algunas gentes, que le siguieron aplaudiendo.
Pero luego que ya había acabado
con el programa, obsequió unas dos piezas extras y hasta entonces fue cuando de
veras se puso a tocar cosas que la gente puede entender a fondo. No me acuerdo
de los nombres, excepto que una era de unos turcos marchando, y ¡vaya si no se
fue desde el principio hasta el fin sin equivocarse ni una vez! Apuesto a que
ésa es la que más le gusta tocar. Uno no pudiera detenerlo una vez que comenzó,
pues primero podría uno detener la marea.
Usted debe tratar de oírlo tocar
alguna vez, sobre todo ésa de la apasionada. Juanita dice que va a seguir
tocando por muchos años, y creo que después de todo hace bien, a ver si mejora
un poco. Un poco más de práctica en una de esas piezas, y con tal que abandone
otras por completo, y tendrá mucho éxito.
Yo le pregunté a Juanita, como quien
no quiere la cosa, si había otro profesor mejor que ese Lorry, y ella me dijo
que no. Y cuando estábamos esperando el tren, le dije casualmente que después
de todo había decidido que siguiera tomando esas clases, pues nadie mejor que
yo sabe que se necesita un piloto para entrar al puerto.
Comenzó a llorar, pero
se secó las lágrimas cuando oyó el silbatazo del tren.
Luego sonrió y me dijo
que yo nunca lo sentiría.
Yo no le he dicho nada a Felipa. Parece que al fin y
al cabo ya ella y yo estábamos anclados juntos para siempre, a pesar de lo que
Lorry cobra. Pero no protesto. Se me hace que entre más nos vemos Felipa y yo,
mejor nos entendemos.
No es que el mar esté muy tranquilo que se diga, pero no me
olvido de cómo Rachmaninoff pudo, al fin, tocar bien, con sólo que la gente le
diera la oportunidad.