miércoles, 6 de noviembre de 2013

In crescendo

No precisamente estaba ansioso por ese momento, de hecho ni me sentía motivado a hacerlo. Llevo aproximadamente diez años presentando recitales de fagot y es verdaderamente extraño que a poco de terminar la carrera haya perdido el interés. No me sentía preparado, nuevamente la inseguridad de mi profesión me invadía, incluso las inmensas ganas de asistir este año a "Instrumenta Oaxaca" se habían esfumado.

Desperté hoy lunes justo a tiempo, pues el ensayo general del recital era a las ocho de la mañana y mi maestro se enfurece con la impuntualidad. No me dio tiempo de bañarme, ni de imprimir el programa del cual estaba a cargo y a duras penas llegué al ensayo. Mi participación: deficiente. No logré las notas sobreagudas que necesitaba, además tenía dos aftas en la boca y la mano derecha lastimada por una razón que no recordaba. En fin, no era pretexto y tampoco quería echarle la culpa a mi poco productivo fin de semana pues a pesar de eso tuve un sábado y un domingo increíbles. Sinceramente creo que el único problema era la presión del recital que me aplastaba contra el suelo dejándome inútil.

Después del ensayo corrí a orquesta. Llegué tarde, pero mi retardo estaba justificado. Además no es común en mí ser impuntual, llego barriéndome mas no tarde. Tocamos la quinta de Shostakovich, y en el receso vi su mensaje. Preguntaba si había descansado, si había llegado temprano incluso si me había bañado. Mientras leía su mensaje pasó por mi mente todo el fin de semana; el estrés que cargaba desapareció durante tres segundos y quedé de verla para comer después del ensayo.

La esperé sentado en las escaleras, no tardó mucho, sin embargo esos minutos pesaron toneladas. Regresó a mi mente el recital, los programas incompletos, mi mano lastimada, las aftas, el festival de Oaxaca al que no asistiría y demás. Me calmé cuando escuché su risa a lo lejos. No le pregunté de qué reía; suele hacerlo sola, simplemente sé que ese conjunto de notas rápidas y con mordente siempre son reconfortantes a mi oído.

Comimos juntos en el instituto y decidí acompañarla a comprar unas cosas  a pesar de todos mis pendientes. Le conté cómo me había ido en el ensayo, le dije cómo me sentía y le confesé que no iría a Oaxaca. Su mirada decía algo pero no lo podía descifrar. Ella callada sólo me dejaba hablar; me miraba fijamente armonizando la melodía de mis palabras.

Me pidió que la acompañara a dejar sus cosas y al llegar nos sentamos en el sofá de la sala donde comimos chocolates que habíamos comprado en caja. Sentí que algo tramaba, quizá eso decía su mirada en el supermercado. Me recosté sobre sus piernas; ella pasaba sus dedos por mi rebelde cabello y empezó a interrogarme. Yo contestaba mostrando ese vacío musical que me sofocaba, ella me seguía cuestionando y me hizo entrar en razón. Por un momento me sentí en el psicólogo. Me daba varios ejemplos de personas reales y ficticias que habían superado esa incertidumbre de saber qué haces en este mundo y hacia donde te diriges. Poco a poco empecé a ver las cosas más claras. Ella fue llenando el vacío con sus palabras, me dio ánimo, seguridad y determinación para seguir adelante y no dudar de mi envidiable profesión.

Sutilmente me corrió de su casa para tener tiempo de hacer todo lo que me hacía falta como bañarme y así llegar puntual al recital. Sinceramente no quería irme, me encanta la idea de pasar tiempo con ella. No quería ir al recital. Sin embargo sus palabras me convencieron, así que me levanté, me despedí y me dirigí a la puerta justo antes que ella me preguntara:" ¿Dónde dejaste tu fagot?". Primera y última vez que parto de un lugar olvidando mi instrumento. Regresé corriendo por él  y quise pensar que eso me pasó por toda la pirotecnia emocional experimentada. Volví a despedirme y me retiré.

El recital empezó, ella no estaba ahí. Prometió ir, confiaba en su palabra, además no viajó cinco horas y media en vano, tenía que llegar. Terminó el primer fagotista y entró el segundo, sin rastro de ella. Por alguna extraña razón pensé que jamás llegaría. Salí a acomodar los atriles para el cuarteto siguiente y noté su presencia. No puedo decir con exactitud si me deslumbraban los reflectores o su sonrisa, pero definitivamente sentí correr un glissando en mi piel.

El recital fluyó, fui el último y me sentí mejor que en la mañana, incluso el dolor de la mano derecha desapareció. Al terminar, fui hacia ella y me abrazó con su divina frialdad acogedora. No quería que dieran las once y media, hora de su partida, pues no sabía con precisión cuándo la volvería a ver. Después de cenar nos dirigimos a la central, entonces nos despedimos con la promesa de encontrarnos de nuevo. Un abrazo eterno nos separó. La vi cruzar el detector de metales con su peculiar caminar Sobre las olas y volé a ventanilla. Viajaría a Oaxaca el día siguiente a la una de la tarde.